domingo, 11 de septiembre de 2011

La llegada del extraño

           Era mediados de la noche, la penumbra en la que estaba sumergida la calle era casi absoluta sólo se lograba avisar una tímida luz, proveniente de un poste ubicado en la esquina, observe mi alrededor y todo estaba en una súbita e inquietante calma, que de donde yo provengo sólo es un mito urbano.
“Lo logró, lo logré. Llegue a salvo,” fueron mis primeros pensamientos.
Mi mirada estaba atrapada por las imponentes estructuras que se alzaban en mi rango de visión ya que hace sólo unos segundos eran ruinas curtidas de sangre, pero más absorto estaba en la ausencia de los incesantes y vociferados gritos que emitían aquellas víctimas de la guerra que un futuro no tan lejano se desarrollaría y el motivo de mi presencia en este no tan remoto pasado.
Inmediatamente, me acorde del Dr. John Black y sus últimas palabras antes de poner a maquinar su artefacto o mejor dicho “obra maestra”, a la que cual le gustaba decir por afecto Katt, el nombre de su difunta esposa.
“Toma este retazo de papel, contiene el nombre y la dirección a la que debes acudir. Descubre que evitará esta catástrofe y te des...,” Me dijo.
 Fue entrecortado al final por la rapidez de funcionamiento de Katt, todavía yo un escéptico asiduo de sus trabajos, estoy asombrado. Ojee fugazmente el perímetro antes de sacar de mi bolsillo derecho, el retazo se hallaba doblado y arrugado, casi ilegible, aún sí pude descifrar el mensaje gracias a los años que acumulaba conociendo esa particular forma de escritura. Ponía:
“ 72 Bedfort Street, David Porter”
                Al leer esto mi cabeza todavía en plena conmoción no encontraba alivio que la calmará, por si fuera poco ya no sabía guiarme por calles ni avenidas, tampoco era mi fuerte, debido a que todos los carteles que las bautizaban quedarían reducidos a poco menos que nada.
                Por momentos me perdía en mis razonamientos, que con secuela de sucesos que había atestiguado ya no estaban en el margen de la cordura. Así que decidí acudir a mi reloj, un Rollex Platinum que lucía en mi muñeca como botín de guerra, para conocer el intervalo de tiempo que había desperdiciado en nada, yo pensaba que habían transcurrido como mínimo dos horas para mi sorpresa las manecillas del reloj giraban sin cesar, el breve e inimaginable viaje que había realizado ya me enseñaba su primer consecuencia, mi pesar era que todavía desconocía la hora, me intrigaba, necesitaba saberla no sé por qué.
“Bah, igual lo seguiré usando es mi preciado recuerdo,” me dije a mí mismo, en modo de consolación.
                Sin ningún conocimiento de donde me encuentro y menos de cómo orientarme en este lugar, con un trozo de papel que contiene un nombre y una dirección. Así se iniciaba mi marcha para cumplir un objetivo que ni para mí estaba claro.

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